Si miramos la realidad con una mirada madura y serena tendríamos que decir que hemos avanzado, pero no lo suficiente. Que hemos profundizado, pero no lo necesario para convertir la educación en una palanca real del desarrollo del país, como todos la queremos

Sin duda alguna, que la idea de la Jornada Escolar Completa ha sido siempre una buena idea de implementar en la escuela moderna. Desde siempre era rutinario que los establecimientos educacionales funcionaran durante todo el día. Sólo la necesidad de expandir la cobertura del sistema escolar provocó el hecho de que las jornadas escolares se acortaran o a las mañanas o a las tardes, evitando con esto la falta de profesores, el uso mayor de los espacios disponibles en la época y, en general, a un sentido de que los procesos educativos (o mejor dicho de instrucción) eran posibles de llevar a cabo en un menor tiempo de estadía del estudiante en la institución escolar.

Por eso, cuando se hace el anuncio del inicio de la JEC por el Presidente Frei Ruiz-Tagle y teniendo como ministro a don Sergio Molina, éste tuvo un tremendo impacto en la opinión pública y muchos creyeron que en eso consistía la reforma educacional que se venía anunciando tímidamente por parte de algunas autoridades de la época. No sabían que efectivamente la JEC era parte de un tinglado mayor que debía, además, contemplar la puesta en marcha del Proyecto MECE (Mejoramiento de la calidad y equidad de la educación) que se llevaba a cabo desde 1991 con cuantiosos aportes de recursos económicos y técnicos, especialmente en su diseño de base. Estos dos elementos, el proyecto Mece y la JEC, unidos en el tiempo (y no necesariamente en una lógica anticipatoria o proyectiva), constituyeron lo que se denominó durante un tiempo la reforma educacional.

La idea de la JEC no sólo era y es una buena idea social en cuanto permite que el niño o el joven pase una mayor parte de su tiempo diario en el colegio o en la escuela, evitando con ello malas influencias sociales de su entorno, sino que era y es una buena idea pedagógica, en la medida que un mayor tiempo de contacto entre profesores y alumnos podría permitir varias cosas al mismo tiempo: dedicar más tiempo a los procesos formativos y de orientación de los niños y jóvenes, una mayor posibilidad de desarrollar áreas de intereses para atender grupos diferenciados mediante talleres, provocar una mayor identificación de los actores educativos con el establecimiento educacional, fortaleciendo su identidad y los valores que ella podría sustentar institucionalmente, como apoyo de base a la formación valórica de los alumnos, en el entendido que «lo institucional» también es un factor educativo relevante.

Podía permitir más tiempo de dedicación de los profesores a sus tareas profesionales, sin tener que andar de un lado para otro, en dos o tres establecimientos educacionales, para ganar un sueldo adecuado a sus necesidades y rango profesional. Podía, además, experimentar la creatividad curricular y pedagógica de las escuelas y sus maestros, con un currículo bastante flexible, formalizado en sendos Decretos Curriculares emanados del Ministerio de Educación. En fin, esta buena idea permitiría lograr estas cosas y sin duda, algunas otras más, de tanta o más importancia que las mencionadas.

¿Qué pasó con todos estos desafíos? ¿Fracasamos o tuvimos éxito? Si miramos la realidad con una mirada madura y serena tendríamos que decir que hemos avanzado, pero no lo suficiente. Que hemos profundizado, pero no lo necesario para convertir la educación en una palanca real del desarrollo del país, como todos la queremos. Que hemos aprendido, sin duda, pero aún nos falta mucho por recorrer. Que hemos intentado nuevas formas pedagógicas, algunas exitosas (la experiencia rural) y otras fracasadas (Proyectos Montegrande), es una realidad objetiva. De miel y de agraz. Ni tanto ni tan poco. Ni tan pesimista, pero tampoco tan felices. Más bien realistas, para seguir avanzando con las correcciones que es preciso realizar, escuchando no sólo los resultados de las aproximaciones evaluativas que nos da la Universidad Católica de Chile, sino considerando otros tipos de evaluaciones, como las realizadas por el CIDE (Centro de Investigaciones y Desarrollo de la Educación), la UNESCO o el mismo Simce o mediciones internacionales bajo las cuales el sistema ha sido puesto en observación. De este conjunto de miradas podemos sacar conclusiones que nos pueden dar lecciones que debemos escuchar y de las cuales debemos aprender para mejorar.

Lo que sin duda, no se nos puede quedar en el tintero es la opinión de los profesores, que con relación a ambos elementos han tenido una mínima o deficitaria participación, tendencia que poco a poco se ha ido revirtiendo, pues se observa que no es posible llevar a cabo cambios educacionales significativos, por lo menos en esta época, sin el aporte de los educadores. No digo que los padres y apoderados no deban participar. Muy por el contrario. La construcción técnica del sistema y sus unidades organizativas y curriculares, implican dicha participación. Pero lo que no debemos olvidar, por motivo alguno, es la participación activa de los educadores en la reforma educacional, que si se quiere como tal, es decir como cambios para reformar la educación en profundidad, deben contar con el compromiso de ellos en su diseño y gestión.

¿Qué tendremos éxito o fracasaremos en un nuevo intento?, pero ahora con el magisterio nacional considerado en serio, es un riesgo que debemos asumir, pues de otra manera tendremos garantizado que los pasos que demos a futuro para mejorar nuestra educación serán un fracaso. El éxito, en este caso, nadie lo puede asegurar. El fracaso está más cercano, si no tomamos muy en serio el rol de los educadores en los cambios educacionales que debemos provocar en el futuro cercano.